Hace poco que he comenzado de nuevo a impartir clases. Se trata de un curso de formación integral básica para persona en riesgo de exclusión social y laboral. Es una labor que he desempeñado ya con anterioridad en varias ocasiones, por lo que me siento curtido en la materia. No obstante, siempre tenemos que aspirar a mejorar lo presente y no conformarnos con repetir de forma mecanizada lo trabajado en el curso anterior, un error más que habitual en el día a día de nuestra profesión.
Es por ello que suelo permitirme el lujo de innovar en el aula (o al menos, de intentarlo), para poner en práctica todos aquellos fundamentos pedagógicos que en muchos de los casos no quedan más que en un puñado de buenas intenciones escritas sobre un papel.
Así pues, a principios de este curso, siguiendo al profesor Santos Guerra, invité a mi grupo-clase a reflexionar sobre lo que querían aprender en estos seis meses que vamos a compartir. Tras ello, configuramos en la pizarra una lista de temas, algunos más generales, otros más específicos, que eran de su interés. Procuramos, ante todo, que existiera un consenso de todo el grupo sobre los temas propuestos, comentar que nos parecían y tener claro que todos queremos trabajar en la misma línea.
Cierto es que yo de antemano tengo ya establecido un programa educativo que debo seguir, pero siento que es mucho más productivo procurar que el alumnado sea quien marque el ritmo de su propio aprendizaje, y lo más llamativo es que todo lo que ellos propusieron venía ya establecido en mi programa, e incluso había contenidos de más, a los que también daremos respuesta en clase, pues así ha sido determinado y no somos nadie para aniquilar el interés y la motivación de nuestro alumnado, aspecto del que luego es muy fácil quejarse pero que nos cuesta tanto fomentar.
Otro aspecto que tuvimos en cuenta para consensuar entre todos fue el establecimiento de unas normas de clase. Los propios alumnos establecieron cuales creían que debían ser dichas normas, las debatieron entre ellos y las plasmaron también por escrito. Mi tarea en este caso fue moderar y supervisar todo el proceso de manera activa, participando desde dentro como uno más. Al final, las normas aprobadas entre todos coincidían con las ya establecidas por el propio centro. La ventaja es que las hemos propuestos nosotros después de reflexionar sobre ello en lugar de sernos impuestas.
A veces pienso que nos cuesta mostrar ese trato de cercanía con nuestro alumnado de forma natural, que confundimos tontamente la imposición con el respeto, cuando el respeto hay que ganárselo, no imponerlo.
Por lo demás, procuro que todo aprendizaje sea colaborativo, y que esa colaboración surja de manera espontánea y natural, por el deseo del propio grupo-clase de que nadie se quede atrás. Respetar esa actitud me parece fundamental, porque aparte de que ya vimos con anterioridad cuando hablábamos de la dinámica de grupos interactivos las ventajas de la interacción entre iguales en el aula, creo que fomenta una serie de valores fundamentales entre el alumnado, lo cual en una sociedad cada vez más competitiva y deshumanizada me parece de vital importancia.
Así pues, sólo quería reseñar con esta nueva entrada la importancia que tiene la comunicación entre las personas que participamos en el proceso de enseñanza-aprendizaje, de que se dialogue, se hagan propuestas, se establezcas consensos y de que nos ayudemos los unos a los otros de cara un objetivo común: aprender.
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