Parece ser que el discurso que la actriz Emma Watson pronunció recientemente ante la ONU ha creado un gran revuelo, como si se tratara de un mensaje nuevo y rompedor. Sin embargo, la sorpresa debería ser el que aún nos sorprendamos de que haya que estar recordando la necesidad de poner en práctica real el principio de igualdad.
Y es que, por desgracia, las etiquetas siguen estando a la orden del día, con los estereotipos y prejuicios que eso conlleva. Al fin y al cabo, no se trata más que de una cuestión ideológica que perdura generación tras generación manteniendo vigente unos roles que se le acaban atribuyendo a uno u otro género, de manera consciente o inconsciente, y todo lo que se salga de ahí es, cuanto menos, cuestionado, por no decir ya juzgado o fruto del rechazo que supone cualquier intento de avanzar.
Los que en educación siempre buscamos nuevas formas de mejorar nuestra práctica docente y de innovar en nuestra profesión estamos ya más que acostumbrados a chocar contra el inmovilismo que existe en buena parte de nuestra sociedad. Sabemos de sobra que la escuela tiene una gran tarea que realizar en este sentido, pero existe alrededor de este aspecto todo un sistema de marketing publicitario que nos sigue haciendo creer que las niñas deben jugar con muñecas y los niños dedicarse al deporte, que las chicas deben adecuarse a unos cánones de medidas cada vez más preocupantes o que es poco varonil mostrar sensibilidad.
En este caso, no basta con centrar nuestra atención en aspectos lingüísticos que al final quedan en una mera formalidad o con tocar los temas de igualdad de género en clase como una cuestión eventual y transversal. Creo que estos aspectos como mejor se aprenden es viviendo el ejemplo cotidiano, no como algo que se deba enseñar, sino como algo que simplemente es. Y ya no sólo en lo referido en este ámbito concreto, sino referido a cualquier posible situación de discriminación por alguna u otra razón. No es necesario enseñar que somos iguales si antes no evidenciamos que somos diferentes, y esto sólo se consigue con el compromiso de toda la comunidad educativa. Por tanto, se trata de educar en la diversidad, haciendo ver que todos somos iguales y diferentes a la vez, sin generalizar ni clasificar por colectivos, sino respetando las individualidades de cada uno.
La cuestión es que, para que esto realmente tenga el efecto deseado, antes debemos creernos nosotros mismos aquello que queremos transmitir. Por eso mismo, es conveniente primero librarnos de todo sesgo ideológico mal planteado y entender el feminismo como lo que es, la lucha por la consideración de hombres y mujeres por igual, algo que, en mi humilde opinión, debería estar a estas alturas más que superado.
Así pues, cuidado con cualquier intento de evidenciar el feminismo como un movimiento que lo que busca es dar la vuelta a la tortilla, pues sería igualmente negativo, y no caer en el error de juzgar al todo por la parte cuando nos encontremos gente que entienda así dicha cuestión, cayendo en el grave error de generalizar.
Siempre habrá quienes entiendan mal la lucha por la igualdad, se trate dentro del ámbito que se trate, pero para ello no hay mejor arma a nuestro favor que la educación, una educación que fomente el dialogo, la asertividad, la empatía y el respeto como bases en el trato interpersonal.
Puede que el camino que aún nos queda por recorrer sea largo, pero con convencimiento y con nuestro ejemplo siempre podremos alcanzar un peldaño más, hasta que llegue el día en que no haga falta defender algo tan obvio como lo que hoy venimos desarrollando, hasta que llegue el día en que sólo haga falta hablar de personas, sin etiquetas, sin calificativos, sin prejuicios.
Así pues, antes de terminar, quiero dedicar esta entrada a mi buena amiga María Cabezos Petri, con la que tuve el gusto de debatir y reflexionar recientemente sobre este tema, y cuyo fruto de aquella enriquecedora conversación es este texto que acabo de compartir.
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