Si hace un año fue un vocablo de la cultura japonesa lo que dio título a mi post de final de curso, en este caso la casualidad ha querido que también se repita este hecho, aunque en este caso se trate de un concepto bastante distinto.
Y es que a principios de este mes, gracias a una muy buena amiga y compañera del Grupo de Atención a la Diversidad de Acción Educativa, descubrí un precioso libro ilustrado sin texto pero con una potente narrativa que me cautivó y cuyo título da nombre a este post: Kintsugi.
Originalmente se trata de un arte japonés que consiste en reparar piezas de cerámica rota, pero realzando las grietas porque se considera que son parte importante de la historia del objeto y que contribuyen a su belleza.
Esta idea ha transcendido su sentido original y ha alcanzado un enfoque mucho más filosófico asociado a la resilencia y a la importancia de transformarnos, abrazando nuestras cicatrices y aceptando nuestras imperfecciones.
Y quizás sea eso lo que a mi me ha tocado hacer a lo largo de este curso, un curso que empezó viniendo yo de un estado pleno de ikigai, es decir, sintiendo que había alcanzado el equilibrio que se encuentra entre lo que haces bien, lo que amas, lo que puedes hacer para ganarte la vida y lo que puedes hacer para hacer de este mundo un lugar mejor.
Es normal entender que, cuando vienes de esa plenitud, el hecho de que te rompan por completo en mil pedazos y desmonten de manera violenta todo el mundo que habías construido con tanto esfuerzo y cariño puede ser demoledor.
Esto ocasiona tal nivel de impacto que resulta más que lógico que necesites apartarte, en primer lugar, para intentar comprender qué es lo que ha ocurrido y, en segundo lugar, para poder realizar un complejo pero necesario proceso de sanación y aceptación que se simboliza a través del kintsugi.
Hubiera obviamente deseado no tener que pasar por este evento injusto y traumático, pero una vez que el daño está hecho, aferrarse a lo que podría haber sido o intentar volver al punto previo a ello es un anhelo muy humano, pero también un planteamiento erróneo.
Llegados a ese punto, sólo nos queda recoger todos nuestros trozos, volver a reconstruirnos como mejor podamos y seguir caminando hacia delante.
Es por ello que ahora doy cierre a una etapa de mi vida que para mí ha sido realmente significativa, y he decidido hacerlo con la dignidad que mi persona se merece, con la cabeza alta, y con el orgullo y la satisfacción de haber dado siempre lo mejor de mí.
Sólo queda esperar y desear que todo lo nuevo que venga sea siempre mejor.
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